Cuando Vladimir Putin fue nombrado primer ministro, muchos pensaban que el desconocido jefe del ex-KGB continuaría las reformas democráticas tras la caída de la Unión Soviética. Pero desde entonces impuso su poder unipersonal y veinte años más tarde parece decidido a conservarlo.
La historia comenzó el 9 de agosto de 1999 cuando Borís Yeltsin anunció que nombraba al director del FSB, heredero de la KGB soviética, al frente del gobierno.
Los analistas veían en él a un representante de los servicios de inteligencia capaz de poner fin a la inestabilidad política y a la revuelta en el Cáucaso.
También a un hombre de Estado eficaz que inició su carrera junto al liberal alcalde de San Petersburgo, Anatoli Sobchak, y fue elegido por el clan Yeltsin para mantener a Rusia en la senda de la economía de mercado.
Debilitado, el por entonces presidente, que renunciaría el 31 de diciembre en favor de su delfín, explicó a la televisión que Putin se encargaría de «consolidar la sociedad» y «garantizar la continuación de las reformas«.